DESDE MI SITIAL
Luis A. Riveros
UNIVERSIDAD PEDAGOGICA Y ESCUELA NORMAL. ¿SEREMOS CAPACES?
La formación del profesorado nacional fue siempre un aspecto bien cuidado en Chile, y enfocada como una preocupación nacional, una estrategia de país. Desde don Bernardo O´higgins por ejemplo, quien consideraba a la formación pedagógica como un elemento esencial para consolidar la naciente República, un instrumento para generar la integración nacional que se necesitaba. Su fomento del modelo educativo Lancaster, en que los estudiantes más avanzados podían enseñarles a sus compañeros, revela bien su central preocupación por la tarea pedagógica. Fue más tarde don Manuel Montt, como Ministro de Educación, y en el ánimo de abordar esta tarea crucial, quien impulsara la creación de la Escuela Normal de Preceptores, institución que cumpliría la gloriosa función de formar a quienes educarían a la niñez, en instantes en que la Patria necesitaba lograr cohesión y la República precisaba consolidar su institucionalidad. Este esfuerzo sería robustecido más tarde por una Ley de Educación Primaria que en 1860 mejoraba la organización y financiamiento del sistema. Empero, la Escuela Normal crecería en medio de insatisfacciones y muchos desencantos por las debilidades contempladas en la política pública, hasta que don José Abelardo Nuñez en la década de 1880 le diese un nuevo impulso respaldado por la acción del Gobierno, destinado a profundizar en cobertura y calidad. Hacia fines de siglo fue don Valentín Letelier quien, por encargo de la Universidad de Chile y del Gobierno, diese nacimiento al Instituto Pedagógico, destinado a formar profesores para la enseñanza secundaria, trayendo una pléyade gloriosa de profesores alemanes que dieron partida a un gran esfuerzo nacional que, mirado en la perspectiva del tiempo, fue singularmente visionario. Con ello se permitía consolidar la expansión del Liceo fiscal, un esfuerzo que venía desde la temprana República con la fundación del Instituto Nacional y que se había reflejado en el esfuerzo puesto en Liceos a lo largo de todo Chile. Sin embargo, era aun un esfuerzo selectivo. Todavía se sentía, como decía don Darío Salas, la marcha por las calles de miles de analfabetos, y por ello el Estado, especialmente a partir de la promulgación de la Ley de Educación Primaria Obligatoria en 1919, asumiría la gran tarea de proveer buena educación y asegurar buenos maestros para ello.
Un largo y esforzado recorrido, a menudo poco comprendido por los políticos que en esa época pospusieron el debate sobre Instrucción Primaria Obligatoria por casi dos décadas. Fueron el Presidente Arturo Alessandri y don Pedro Aguirre, como su ministro de Educación, quienes repusieron con fuerza la idea de la educación como tarea primordial del Estado, lo cual así se reflejó explícitamente en la Constitución de 1925. Más adelante, el trabajo destinado a expandir la cobertura, a ampliar la enseñanza Superior al campo técnico, a expandir la educación hacia el sector rural y a consolidar las reformas que en la década de 1960 modernizarían la estructura curricular y ampliarían la cobertura de la educación. Todo ello permitió un salto de singular importancia para el país, respaldado por una formación del profesorado que, desde el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y de un conjunto de Escuelas Normales a lo largo del país y encabezada por la “Normal José Abelardo Nuñez”, consolidaron un progreso definitivo en formación de profesores y permitieron avanzar en la integración social del país. Era una educación que promovía la movilidad social de niños y jóvenes, y que efectivamente igualaba condiciones para acceder a las oportunidades. La labor del profesor fue en toda esta época de consolidación, especialmente hacia mediados del siglo XX, concebida como una tarea nacional y republicana que llevó a la educación chilena a brillar con luces propias en el concierto latinoamericano.
Pero sobrevino una noche larga y fatídica para la educación chilena, y particularmente para la formación pedagógica. Desaparecieron las Escuelas Normales como producto de una decisión política y de un escueto acto administrativo. La formación del profesor se intentó radicar fuera de la universidad, pero finalmente se insertó en ella, más no como una tarea preferencial y estratégica que debía contar con respaldo absoluto del Estado, sino como una más de aquellas actividades que se someterían a una creciente mercantilización. El desempeño pedagógico perdió su trascendencia social; el profesor pasó de ser un líder en el aula y en el entorno social de la escuela, a un simple empleado privado o municipal al servicio de los alumnos y sus familias. Desapareció la posibilidad de una buena carrera docente, se le hizo perder prestigio y hasta los Liceos públicos en que enseñaban fueron despersonalizados al reemplazarse su nombre, usualmente asociado a gloriosos educadores y estadistas, por una letra y un número. Los Liceos públicos se hicieron depender de las municipalidades, y se creó una enseñanza subvencionada por el Estado para, precisamente, competir con la educación que otorga el propio Estado, y para así llevarla a la destrucción por la existencia de reglas disímiles y perjudiciales. Así se destruyó un esfuerzo republicano y así se ha mantenido hasta nuestros días una educación pública maltratada y una formación pedagógica empobrecida, sometida a un trato casi despectivo, carente de trascendencia republicana, sin un significativo horizonte profesional. Por eso hoy día, cuando se mide la eficacia de la formación de nuestros profesores, se llega a la dolorosa realidad de que la mitad de ellos no sabe bien la materia que enseña. Seguramente muchos desearían buscar otro futuro más acorde con las expectativas de una vida mejor, porque hasta se ha deteriorado la vinculación del profesor con las familias y el medio social; la actividad educativa se ha visto profundamente dañada en su significancia.
En los tiempos de consolidación de su tarea republicana, las instituciones formativas del profesorado recogían vocaciones, y las alentaban con certera destreza. Las primeras venían desde la formación normalista, en que un joven aún de enseñanza secundaria empezaba a probarse en las lides pedagógicas bajo la guía de maestros convincentes y de un esfuerzo corporativo y de Estado. De allí salían muchos a ejercer, con entusiasmo, volcando su esfuerzo a todas partes del país: sectores rurales, pueblos lejanos, provincias sometidas a la inclemencia del tiempo y la distancia. Otros seguían su vocación en la formación de los Institutos Pedagógicos, donde adquirían conocimientos y destrezas para ser profesores de enseñanza secundaria o media. La formación del profesorado en la universidad radicaba en verdaderos centros de pensamiento e investigación, como era por ejemplo el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile: los académicos e investigadores más destacados eran quienes impartían enseñanza y transmitían experiencia a las nuevas generaciones. Rectores como Juan Gómez Millas y Eugenio Gonzalez Rojas, educadores como Martín Pino; intelectuales como Guillermo Feliú, Alvaro Jara, Cesar Bunster y Rolando Mellafe; científicos como Humberto Maturana; todos ellos fueron formadores de nuevas generaciones de profesores. Eran los tiempos en que la Universidad dedicaba esfuerzo a la calidad, y no debía su autoridad estar menos comprometida con ello que con equilibrios presupuestarios y búsqueda de financiamiento. Por eso también, cuando muchos académicos debieron emigrar de la Patria, fueron artífices de grandes instituciones educativas en países como México, Costa Rica y Venezuela. Era el legado que había dejado el gran esfuerzo de Chile dirigido hacia sus jóvenes, al futuro que nadie tenía el derecho de poner en riesgo.
Por eso hoy cuando se vuelve a pensar en prioridades en materia de educación, resulta triste que no se mencione en forma contundente a la formación pedagógica como un factor de primera importancia. Que no se reconozca que el camino mercantil la ha contaminado para llevarla a una crisis total. Que no se diga que en un enfoque de política pública, cuando la educación debe volver a considerarse un derecho social y no solamente una mercancía, no se diga que el esfuerzo que se desarrolló desde inicios de la República, no se continuará con decisión de Estado para contar con mejores profesores cada día. Que lástima que en nuestra sociedad actual no se haga presente la necesidad de reemprender la tarea soñada por nuestros grandes estadistas, y que no tengamos definiciones ni prioridades en materia de carrera docente ni para reponer el rol social, el prestigio del profesor en nuestro medio.
¿Nos atreveremos hoy en día a pensar una Universidad Pedagógica Nacional que concentre y lidere el esfuerzo que el país necesita para que su capital humano no nos avergüence? Quizás deba reponerse un modelo de Escuela Normal para la realidad, condiciones y necesidades de este siglo XXI. Quizás debamos volver a pensar en grande, imaginarnos como un país con gran futuro, en que nuestro progreso económico sea también uno de tipo social, y en que brillemos no sólo por nuestros logros en macroeconomía, sino también por aquellos vinculados con la formación humana que hoy día tanto echamos de menos.
Deberíamos ser capaces. Deberíamos enfrentar así el reto que nos impone la historia y el futuro.